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martes, 5 de octubre de 2010

Cuando nos llegó la colita del Ciclón Inés


Al otro dia, por fin, abuelita, me deja salir, agarrada por su mano, mano de anciana, pero que aun agarran fuerte, a lo que desean proteger.
Y veo rostros curiosos, pies presurosos a un lado y otro de la escuela, a un lado y otro del pueblo.
Al fondo de la escuela, plantas de plátano caídas, las cañas, sembradas por un maestro que llego del estado de México, y experimentaba haciendo injertos de una y otra especie de cítricos; esas cañas, hoy en el suelo están.
El Cañaveral, abarcaba, una superficie de unos 10 por 20 metros.
Varios árboles caídos, arrancados de raíz, hoyos en el solar de la escuela, por estar vacíos de los seres vivos que se encontraban en ellos. Destrucción.
Brincar uno y otro obstáculo, hoy se ve más grande la escuela. Abuelita no me suelta de la mano, y me pregunta…
¿Ya nos vamos para la casa?
Solo los niños acompañados de adulto, pueden andar por estos lugares, los animales ponzoñosos, también pierden sus hogares en estas situaciones, y al estar asustados, pueden soltar veneno al que se les atraviese.
Si algún árbol, esta en pie, pero sentido en sus raíces, también puede caer de improviso; y no se diga algún cable de luz, que chicotee, electrocutando al impertinente, que no debiendo por obligación andar por esos lugares, se expone hasta morir.
Vamonos para la casa, ya viste suficiente.
No abuelita, me falta mirar para la plaza, vamos un ratito, ya luego me meto a la casa.
Y fuimos hacia el zaguán grande. Y en la plaza, árboles enormes, en el suelo, no baje del corredor, con un vistazo, toda la plaza, parecía arrasada de sus plantas, algunas, solo caídas, y sus raíces aun amarradas a la tierra.
Algunos varones, machete en mano, despejaban de tanto ramerio los alrededores a la escuela, y desbrozaban a los árboles.
Tanta actividad, y yo tan chica, sin poder hacer nada.
Y me regrese a mi casa; ahora tenia que acabarme, tanta comisaria que habíamos arrimado.
En los siguientes días, se fueron yendo, aquellos que estando sus casas en alto, y no sufriendo daños considerables sus propiedades, podían retornar a sus vidas normales.
Continuaban en la escuela, los que estaban sus casas inundadas, o los que estaban a punto de inundarse; porque después de un fenómeno de esta naturaleza luego sigue la creciente del rio, y ni modo, hay que esperar a que baje de nuevo a su nivel natural.
Los que seguían de damnificados en la escuela, ya siendo menos, se acomodaban mejor.
El ejercito seguía distribuyendo, cada determinado tiempo despensas, y entonces, algunas familias, nos regalaban a mi abuelita y a mi, porque por no ser damnificadas, ella y yo, no nos tocaban despensas; pues los damnificados, nos regalaban cosas, que un atún, unas latas de esto o de aquello, y como uno no debe de desperdiciar lo que le dan, hacíamos ronchita de lo que cada familia, nos daba.
Y las muchachas damnificadas andaban de novias, y los niños jugábamos y jugábamos, disfrutando esas extrañas circunstancias; ese convivir con tantos extraños; ese saber, que tal vez, jamás nos volveríamos a ver, pero que ahora, parecíamos una gran familia, que íbamos todos al mismo patio, y si nos aparecíamos en un lugar o en otro, donde quiera, un taco nos ofrecían, y ya hasta teníamos nuestros sitios favoritos, ahí guisan mejor las quesadillas, allá las entomatadas, esa señora es tan cariñosa, y ¿Cuáles juguetes tienes tu? Yo te presto esta muñeca, si tú me prestas esos trastecitos.
Y empezó el despedirnos, el hacer caminito a sus casas, el desgarrarnos, el separarnos, tan a todo dar que nos llevábamos, tal vez por saber que todo seria temporal. ¿Por qué somos así?
Aborreces lo que sientes impuesto; amas lo que sabes que puedes perder.
¿No será por eso que debemos morir? Así, amamos la vida.